Cómo sobrevivir a una novela de vampiros (parte 2)

Seguimos con un poco de historia reciente, desde la Ilustración al Romanticismo, y con literatura, hablando de los primeros textos europeos sobre vampiros, algunos de los cuales se encuentran reunidos en esta imprescindible antología. Para complementarla recomiendo la lectura de Drácula de Bram Stoker, por supuesto, y el pódcast Todopoderosos dedicado a este mito.
 
El vampiro (1897) Philip Burne-Jones
 V-LA ILUSTRACIÓN

Precisamente en la era del risueño escepticismo del hombre ilustrado, el vampiro se vincula con algo tan asombroso como las epidemias, recuerdo atávico de las pestes medievales.

El hecho no era nuevo; solamente se había olvidado. Eso sí, resultaba extraño en el Siglo de las Luces, pero ya en la Edad Media las infestaciones de «revinientes» habían alcanzado su punto álgido durante el siglo XII. Los casos registrados en Inglaterra, los países nórdicos y sobre todo Rumanía habían servido a los teólogos medievales para teorizar sobre sus causas –siempre derivadas, según ellos, del Diablo– y sobre los signos concretos que permitían distinguirlos. Algunos eruditos de épocas posteriores continuaron escribiendo tratados alusivos a este tema, como el célebre Dissertatio Historico-Philosophica de Masticatione Mortuorum (1679), de Philip Rohr. Pero entre todos estos pintorescos escritos destaca una curiosa rareza literaria que llegaría a tener una gran influencia en su tiempo, el Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o «revinientes» de Hungría (1748) del abad Dom Agustín Calmet.

Por espacio de cien años, estas «epidemias» tuvieron lugar en Istria (1672), en el este de Prusia (1710 y 1721), Hungría (de 1725 a 1730), la Serbia austríaca (de 1725 a 1732), de nuevo entre los prusianos (1750), en Silesia (1755), Valaquia (1756) y Rusia (1772). Según se desprende de estos informes, todos los casos tienen nombres propios y su investigación ha sido encargada por distintos países a hombres de confianza. El caso que llegó a ser más conocido sucedió, según se testifica, cerca de Belgrado. La histeria colectiva se apoderó de todo el pueblo y alcanzó tal magnitud que el gobierno austríaco, cuyo ejército tenía ocupada la mayor parte de Serbia, se vio obligado a intervenir. En diciembre de 1731, una orden firmada por el Emperador abre una investigación sobre los casos de vampirismo. El oficial encargado de llevarla a cabo es médico, se llama Johannes Fluckinger, e interroga con escrúpulo a los vecinos de la localidad y en particular a una compañía de bandidos serbios mercenarios, llamados heiduques. Su declaración es unánime.

Desde 1732, en Francia se publican al menos doce tratados y cuatro disertaciones sobre vampiros, el mayor de los cuales es el de Calmet, a quien el padre Feijoo dedica una de sus Cartas eruditas. Las razones que se dan para dilucidar el fenómeno son de la índole más variada: argumentos teológicos que atribuyen el prodigio a la obra de Satán; explicaciones «científicas» que aclaran el enigma de la incorruptibilidad de los cuerpos relacionándolo en unos casos con ciertas condiciones del suelo que retardarían la corrupción, y en otros con la catalepsia y con plagas de gérmenes desconocidos, o sencillamente como simples efectos de la superstición popular. En el debate se implican las figuras más preclaras de la Ilustración: Voltaire, Diderot, el marqués de Argens y Rousseau.

Finalmente, Calmet tenía razón (de forma involuntaria) al afirmar en el prefacio de su tratado que «cada siglo, cada país, tiene sus prevenciones, sus enfermedades, sus modas, sus inclinaciones que los caracterizan, y que pasan y se suceden las unas a las otras»; así pues, «lo que ha parecido admirable en un tiempo se convierte en lamentable y ridículo en otro». Como hoy sucedería con todos estos testimonios y controversias, que nos parecen pintorescas curiosidades del pasado. Todas estas cosas tienen la rara virtud de afinar nuestra mirada retrospectiva, de romper saludablemente los tópicos unívocos que atesoramos sobre el Siglo de las Luces, que hospeda en estado puro todas las ideas seminales de la modernidad pero que no fue sólo la época de Kant, de Newton y de Hume sino, al mismo tiempo, el siglo de Mesmer y Swedenborg, del frenesí gótico y de Fuseli, de los proverbios infernales de Blake y también, para nuestra sorpresa, «la edad de oro del vampiro», tal como muestra en su libro Tony Faivre.

VI-EL ROMANTICISMO

La superstición vampírica quedó definitivamente relegada a los más oscuros confines rurales de la Europa del Este. En las grandes urbes del siglo XIX el vampiro sólo visita a los artistas y escritores románticos, que asocian la vieja superstición a un nuevo concepto poético o literario. Para muchos de ellos, el vampiro es una fuente de inspiración ideal para desarrollar su nueva estética.

De modo que tanto la inclinación metafísica de los románticos alemanes e ingleses como el descubrimiento por parte de la novela gótica del horror como fuente de deleite abrieron el telón al nuevo escenario estético de la «belleza turbia», donde lo siniestro, lo terrorífico, se convierte en categoría estética.

En su magnífico estudio sobre el romanticismo negro, Mario Praz establece las líneas anatómicas de esta belleza maldita. Con Milton, el ángel caído adquiere un nuevo esplendor poético y su indomable rebeldía investida de cualidades heroicas se erige en objeto de culto. Baudelaire define la belleza del siglo como algo ardiente y triste, que si se aprecia en la cara de una mujer hermosa y seductora puede hacernos soñar vagamente con la voluptuosidad y la tristeza, pero que en el caso del rostro masculino tiene su «más perfecto ejemplo de belleza viril» en «Satán a la manera de Milton».

El paraíso perdido sugiere el arquetipo de esta nueva belleza, y será lord Byron quien encarne vitalmente este modelo al convertir su vida en leyenda. Como un actor que representa la angustia de ese período, Byron asume ante el inmenso auditorio de su época el papel del amante fatal que lleva a la consumación el amor maldito. De este modo, encarnó en su vida lo que Blake entendió como los dos estados contrarios del alma, el cielo y el infierno; él escogió ponerse a merced del segundo.

Incluso Goethe llegó a decir que Byron estaba poseído por una «atracción demoníaca» irracional que ejercía gran influencia sobre los demás. Por su parte, Flaubert retrata al lord como alguien que «no creía en nada sino en todos los vicios, y en un Dios vivo que solamente existe para hacer posible el placer del mal». Bajo estos rasgos de malditismo subidos de tono, resulta muy comprensible que Byron inspirara el primer modelo de vampiro, y que el aura desafiante de su vida fuera lo que infundió vigor a este nuevo modelo literario.

VII-EL VAMPIRO DE POLIDORI

El primer cuento europeo de vampiros se gestó en villa Diodati, una mansión al borde del lago Lemán, curiosamente visitada antes por Milton. Allí se reunieron, como es célebre, lord Byron en calidad de anfitrión, su secretario el doctor Polidori, Percy y Mary Shelley y M. G. Lewis como sus invitados, y la hermanastra de Mary, Claire, como amante y mártir. Aquel mes de junio de 1816 fue húmedo y lluvioso, y Byron solía tenerlos confinados durante días en el interior de la casa. Según Mary Shelley, fue Byron quien propuso que cada uno escribiera un cuento de fantasmas. Y Polidori, después de escuchar la narración de Byron, comenzó a bosquejar su propia versión del tema.

Cuatro años después, cuando Polidori casi se había olvidado del asunto, apareció publicado su cuento, The Vampire. A Tale, falsamente atribuido a Byron por una astuta argucia de su editor; circunstancia que favoreció notablemente el éxito de la obra. De modo que así, sin proponérselo, Polidori –un pobre diablo de veinticuatro años, que moriría dos años después de sobredosis de drogas– puso en movimiento, con su perverso lord Ruthven, el prototipo del vampiro de la literatura inglesa: un aristócrata enigmático y distinguido, aparentemente frío y perverso pero terriblemente fascinador para las mujeres. Mejor o peor concebido, este estereotipo, desde Varney a Drácula o a cualquier vampiro clásico del cine, tiene este linaje literario.

VIII-LA NOVIA DE CORINTO DE GOETHE

Sin embargo, a pesar del sentido fundacional de este prototipo de la literatura anglosajona, el personaje de Polidori no supone la primera aparición del vampiro en la literatura europea. Un esbozo inicial se había publicado en 1797, al cumplir Goethe cuarenta y siete años de edad. Una de sus baladas más conocidas es La novia de Corinto, escrita entre el 4 y 5 de junio de ese año. Era «una idea que llevaba tiempo acariciando», cuyo tema, quizá suscitado por las habladurías sobre vampiros que llegaban desde Prusia y los países eslavos, en realidad estaba inspirado en fuentes clásicas; concretamente, en De Rebus Mirabilis de Flegon de Tralles, que contenía un relato muy semejante al argumento de Filóstrato.

IX-LA VAMPIRESA

En la primera parte del siglo XIX el amante fatal es normalmente la figura de un hombre inspirado en el aura byroniana, mientras que en la segunda mitad del siglo, la mujer irá cada vez cobrando mayor presencia y fuerza simbólica en la imaginación masculina de la época.

Aunque en la primera etapa del romanticismo ya existen bastantes prototipos de mujeres fatales –Matilde, Salambó, Carmen, etcétera–, todavía no se ha formado del todo la figura de la femme fatale, frente al ya bien definido estereotipo del héroe byroniano. Es cierto que ya han aparecido en escena la lamia de Keats y las vampiresas de Goethe, Tieck y E. T. A. Hoffmann, pero el arquetipo aún no ha terminado de cuajar. Habrá que esperar a ese extraño frenesí por la bella difunta que anima las alucinadas descripciones de Poe –sobre todo en Ligeia y Berenice–, a la obscena y deliciosa cortesana Clarimonda, a los sombríos y melancólicos poemas de Baudelaire o a las lésbicas pasiones de Carmilla para que se vayan perfilando las características definitivas de la belle dame sans merci.

Así pues, a lo largo de todo el siglo, esta doble figura de atracción y repulsión se convirtió en una obsesiva fantasía masculina, que proyectaba lo diabólico sobre la mujer. Esta fantasía sirvió a los escritores para dar rienda suelta a su imaginación literaria, siendo el vampiro el perfecto catalizador de todas las sombras reprimidas de la sociedad burguesa, aquellas ardientes imágenes de las tinieblas que las formas biempensantes de la burguesía no dejaban escapar a la luz del mundo, ya que el artificio de las costumbres sociales no sólo ocultaba el miedo latente que sentían hacia la libertad de la mujer, sino, sobre todo, el íntimo terror que les producía la perversa unión simbólica que se teje entre el ardor del deseo y el frío temblor de la muerte.

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