Mi horrible experiencia en el sistema educativo (Secundaria)

Como ya dije en un comentario de Mi horrible experiencia en el sistema educativo (Primaria), "Lo que me pasó en secundaria (quitando el primer año), fue mucho peor, tal como la profesora predijo". Por fin me he decidido a contarlo. Sé que me va a costar explicarlo y más aún resumirlo, pero me he puesto a ello porque en mi vida personal también lo estoy haciendo para entender quién soy, así que aquí va.

Ofelia (1852) John Everett Millais

Tal como expliqué en la ya mencionada entrada, la profesora "nos avisaba de lo dura que iba a ser la secundaria, y el primer curso de la misma pude ver que se equivocaba, porque los de mi colegio fueron los únicos del grupo de clase en sorprenderse por tener tiempo libre". Sin embargo, esta felicidad no estuvo presente desde el principio, y recuerdo el primer día como el más largo de mi vida. Mi instituto era el único de la ciudad sin clase por la tarde, lo cual yo siempre agradecí, pero a cambio de esto la jornada era más larga. Teníamos dos clases, un mini recreo, otras dos clases, un recreo normal, tres clases seguidas los lunes y los jueves y dos el resto de días. El primero fue un lunes, y recuerdo perfectamente la última hora de esa jornada. Tocaba la asignatura de Plástica y el profesor era el más relajado de todos, aparte de que ese día fueron sólo las presentaciones, pero aun así yo estuve toda la hora a punto de llorar con una ansiedad terrible porque no llegaba el momento de irme a casa. Cuando por fin llegué, mis padres aún estaban haciendo reformas para que yo no tuviese que seguir compartiendo mi habitación con mi hermano pequeño, puesto que para ir al instituto iba a tener que madrugar más que él y así evitaba despertarlo. Mis cosas estaban guardadas en bolsas en la sala de estar, y ellos se fueron de compras mientras yo me quedaba sola. Recuerdo que me pasé la tarde entera llorando abrazada a ellas, incapaz de parar, sacudida por una angustia insoportable. No quería volver al día siguiente, no obstante, parece que llorar así me ayudó a desahogarme, porque no sólo conseguí acabar una de las semanas más largas de mi vida, sino que también comprobé aquello que puse en la anterior entrada y que he citado más arriba. En el primer curso de la ESO, aunque había el triple de asignaturas y profesores que en primaria, tenía muchos menos deberes y ni siquiera me hacía falta chapar para aprobar los exámenes. Es más, aunque no mantuve el contacto con las chicas de mi colegio, conocí a tres de mi clase que quisieron ser amigas mías, y ya no tuve que estar sola. Pero eso no quiere decir que no experimentase crisis de vez en cuando al notar la diferencia entre estar en mi casa e ir a clase tantas horas, sobre todo al volver de las Navidades, y recuerdo que establecí entonces el tener siempre presente en mi cabeza las futuras vacaciones como algo a lo que aferrarme. Y así fue que me afané siempre en terminar todas las tareas antes de un fin de semana o de un festivo para poder sentir que esos días el instituto no existía.
 
Segundo de ESO. El curso en el que todo el mundo pareció ponerse de acuerdo para desatar el infierno. Los profesores aumentaron las tareas cuando yo ya me había acostumbrado a respirar con más o menos tranquilidad en mi casa. Sin embargo, hay otra cosa que me gustaría destacar de ese año, algo que también predijo la famosa profesora: el acoso escolar. Las tres chicas que se habían apiadado de mí y que me habían arrancado de la soledad destacaban por las siguientes características: una era la empollona, otra la matona, y otra la psicópata. Y fue esta última, como ya os habréis imaginado, la que me hizo la vida imposible. Entiendo que yo no le caía bien, aun cuando me repitió hasta la saciedad que había sido ella la que les propuso a las otras chicas ser mis amigas, como si de alguna forma se arrepintiese de su comportamiento. Creo que lo que pasó, basándome en toda la gente que la ha tomado conmigo a lo largo de mi vida, es que ella quería que yo me comportase de manera normal, sólo que sin saber que esa había sido siempre mi intención. El caso es que sus burlas hacia mí se repitieron día tras día hasta que decidí hacer lo más recomendable: denunciar la situación. Pero, ¿a quién se recomienda acudir si no a los profesores, los seres más inútiles del planeta? Tras contarle el asunto a la tutora de nuestro grupo, la cosa empeoró, teniendo lugar uno de los momentos más memorables de mi vida. La chica entró en clase después del recreo, cuando todavía no había ningún profesor, pero sí varios alumnos que presenciaron el espectáculo. Me encaró y me gritó de todo, completamente desquiciada, llegando incluso a agarrar mi estuche y arrojarlo con fuerza a mis pies. ¿Y qué hice yo mientras ella me dejaba como toda la basura de la humanidad junta? Pues rezar para que perdiese los estribos y me pegase, porque así tendría la excusa y el valor suficiente para devolverle el golpe. Pero esta no era tonta, y sabía que yo era más alta que ella y que si le pegaba le haría daño. No obstante, se equivocaba. Si te pega una persona como yo, que está más que harta de aguantar, lo más probable es que pierda por completo el control. Y aquí permitidme incluir una reflexión personal. Para mí es mil veces más buena una persona que coge un arma un día y te asesina, que una que se pasa la vida bajando la autoestima de otra hasta que esta se suicida, y así el agresor ni se mancha las manos de sangre ni sufre el correspondiente castigo. Es una actitud de cobardes y el resultado de una sociedad civilizada que fomenta el mal racional, el peor de todos. Y me temo que el asunto no acabó ahí. La chica intensificó sus burlas e incluso habló con su amiga la matona, que me amenazó con partirme la cara como volviese a hablar con la tutora. Así que me separé de ellas y me quedé sola hasta que la empollona descubrió también que estaban locas y se juntó conmigo, así como con otras dos chicas. Y yo estuve en el grupo huyendo siempre de la presencia de la psicópata hasta que estas se cansaron de mi silencio, ya que curso tras curso me iba resultando más difícil encontrar cosas de las que hablar o que simplemente me alegraran.

Tercero de ESO. El curso más difícil de todos puesto que había más asignaturas de la rama de ciencias que en ningún otro, y si habéis leído la anterior entrada ya sabréis lo mal que se me daban. Por eso fue el primer año que no aprobé el curso en junio, suspendiendo Matemáticas, y me entró un terror irracional. Este terror debió de ser notado por los profesores, porque la jefa de estudios me dijo que fuese a ver a la orientadora, y aquí me entra la risa. Digamos que si la profesora de Matemáticas era todo un personaje sacado de una sátira de los docentes decrépitos con poca o nula materia gris, la orientadora... era lo mismo sólo que en su campo. Esta mujer me hizo perder tiempo de clase, y de después de clase, con jueguecitos que imitaban pruebas psiquiátricas de inteligencia que no le habrían venido nada mal a ella, para diagnosticarme finalmente una "mala base en Matemáticas". ¿Tratamiento? Levantar la mano en clase para preguntar. Justo ese verano tuve mis primeras vacaciones oficiales yéndome de viaje con mi familia, e hice más cuentas de Matemáticas que en ningún otro mes de agosto. Y así aprobé la asignatura en septiembre. En cuarto por fin tuve suerte con un profesor capaz de diagnosticar algo más que "mala base en Matemáticas", lo que seguramente hizo que me aprobara en junio. Pero siguiendo con algo más serio, en tercero viví otra forma de acoso. Como una oveja que se separa del rebaño, cuando me quedé sola tras la explosión de la psicópata, un chico de otra clase empezó a chocarse "accidentalmente" conmigo en los pasillos. Al principio no podía ver quién era en medio de la gente, y no ocurría muy a menudo ni me hacía daño, lo único que me preocupaba era que yo saliese rebotada contra alguien que pudiera decirme algo. Hasta que un día, el chico me empujó en el patio, justo antes de unas escaleras, y yo estuve a punto de caer por ellas. Entonces me asusté y se lo conté a la seudoorientadora, quien por suerte no desató el caos, básicamente porque no hizo nada. Me dijo que yo tenía que hablar con él. Y eso hice, siendo algo de lo que puedo enorgullecerme ante tanta incompetencia. Sabía que el chico era de los que llegaba al instituto antes de la hora de entrada, como yo, y que siempre esperaba de pie apoyado en un radiador que había enfrente del banco donde yo leía. Recuerdo lo mucho que me costó y la angustia previa. No obstante, una mañana cuando aún no había demasiada gente, me armé de valor, me levanté, fui hasta él y le dije que o paraba, o se lo decía a la tutora. Como si eso sirviese de algo. Pero sirvió. A pesar de que yo temblaba un poco, mi voz sonó firme, y aunque él dijo que no era culpa suya, no volvió a hacerlo. Por desgracia, sus palabras eran ciertas, pues el auténtico artífice estaba detrás de él, literalmente, ya que era el encargado de lanzarlo siempre contra mí, y una vez que su compinche se acobardó, empezó a insultarme a voces por los pasillos. Esto fue el doble de insoportable, y lo único que podía hacer era darme prisa por llegar a mi clase, aunque un día que esta se encontraba casi vacía, el chico se asomó a la puerta y desde allí empezó a burlarse de mí con sus compañeros. Yo le tenía muchísimo miedo porque encima era más alto que su amigo, y su cara resultaba el doble de amenazadora debido a sus huesos marcados. Pero lo peor fue cuando decidieron juntar a los alumnos de Francés de mi grupo, que éramos pocos, con los de otra clase. ¿Y adivináis quién estaba ahí? Él. Y me tocó sentarme cerca, y al fondo, sin casi ver el encerado. Apenas me enteraba de nada, sólo estaba pendiente de sus burlas, así que todavía hacía más el ridículo. Aguanté todo esto sin contárselo a nadie, porque hasta ahora de poco me había servido.

Cuarto de ESO. Una calma después de la tormenta. La mayoría de asignaturas eran de la rama de letras, y en mi grupo éramos muy poca gente, la mayoría chicas. Tuve mi primera clase de Latín descubriendo que se me daba bien, aunque había muchísimo trabajo, tanto en casa como en clase. De hecho, si sabías hacer los ejercicios sabías aprobar el examen. Supongo que algo así son las Matemáticas, o lo serían si a mí me salieran. Tampoco me había quedado sola por completo, y aunque el chico siguiese molestándome, ya sólo podía hacerlo gritándome por los pasillos. El problema es que a veces mis amigas querían que quedase con ellas un viernes por la tarde, y no sabía qué excusa poner para no decirles que prefería estar en casa escribiendo, y que sólo lo hacía como requisito de su amistad. De hecho, cada vez que quedábamos sentía alivio pensando que la próxima vez estaba muy lejos. Pero lo más llamativo de este curso fue que los profesores empezaron con las exposiciones orales. Por suerte fue una sola asignatura la que nos mandó exponer un tema, y había una fecha antes de la cual todos teníamos que haberlo hecho. Ante la sola descripción del ejercicio entré en pánico y me angustié hasta que fue mi turno. No recuerdo si había un orden de personas, lo que sí sé es que yo no daba abasto con las tareas del curso y llegué muy justa de tiempo. Decidí hacer la exposición sobre un músico, y estuve toda la tarde anterior, que era jueves, recabando la información con la ayuda de mis padres. El problema es que estaba tan nerviosa que apenas era capaz de memorizar, temiendo además que el miedo me dejase la mente en blanco después de tanto trabajo, como ya me había pasado a veces recitando poesía en clase. Esa noche casi no dormí, las horas previas a la exposición me sentí verdaderamente enferma cada vez que pensaba en ella a pesar de que me decían que saldría bien, que en mi clase había un grupo muy agradable de gente. Pero no salió bien. Fui hasta el encerado con las notas en la mano, pensando que podría hablar de cada uno de los apartados de la vida de ese señor aunque no me los hubiese chapado. Sin embargo, al leer la primera frase anotada, mi voz sonó rara. Sentí que había perdido el control de ella, pues aunque me concentraba me salía estridente, supongo que como cuando alguien tiene tanto miedo que ni siquiera puede gritar pidiendo ayuda. No sé cuánto tiempo estuve de pie mirando mis notas y a mis compañeros, preguntándome si ellos también lo habrían oído y si se iban a reír. Al final miré al profesor y negué con la cabeza. Él me dejó sentarme y me dijo que ya la haría otro día, y entonces yo rompí a llorar también de forma extraña, sin lágrimas, y le dije que no iba a hacerlo. Había perdido el control de todo. El profesor repitió mi frase para sí, como pensando qué excusa podía encontrar para que alguien como todo el mundo no hiciese el ejercicio. Pero no lo hice, y aprobé la asignatura en junio. Al año siguiente el profesor de Latín nos mandó exponer el mito romano que eligiésemos delante de la clase, y yo, sabiendo que no hacerlo conllevaba suspender porque no había ninguna excusa para nadie, y no queriendo montar otro numerito, tuve que buscar una solución por mi cuenta. Y la encontré. Escribí el mito romano en un folio, y cuando me tocó exponer, lo leí de pie delante de la clase con la vista fija en el papel. Mi nota en Latín bajó y el profesor se encargó de avisármelo amenazadoramente, pero yo estaba feliz porque había recuperado el control de mi voz y perdido el miedo a las exposiciones orales, las cuales hice así a partir de entonces.

Primero de BACH. Mis problemas empezaron de verdad cuando terminé la educación obligatoria y tuve que elegir. Si mis padres no se hubiesen empeñado en que hiciera el bachillerato, habría tenido la depresión en primero en vez de en segundo. Fue en este curso en el que me separé completamente de mis amigas. El volumen de tareas era inmenso, y si hasta entonces apenas tenía tiempo para dormir, la media de horas en ese curso estuvo en seis o cinco. La asignatura de Filosofía fue la que más me costó, porque el profesor se perdía en sus reflexiones mientras anotaba garabatos ininteligibles en la pizarra, ajeno a nuestra ignorancia. Y los exámenes estaban al mismo nivel que sus pensamientos abstractos. Así fue que tuve que hacer varios exámenes de recuperación para aprobar en junio, y para el último de ellos me pasé la noche entera despierta. Me senté en la cama con los apuntes, sin cerrar los ojos ni un momento, consciente del paso del tiempo y de que no entendía lo que leía. Pero de lo que os quiero hablar aquí es de una asignatura que me costó tanto como Matemáticas, y de la que viví acoso por parte de un profesor: Educación Física. Debo decir que yo nunca fui ni atlética ni temeraria, y como estaba siempre estudiando no hacía ninguna clase de ejercicio, lo que me llevaba a engordar. Y por estas razones odiaba Educación Física desde el colegio. En primero de ESO descubrí los ejercicios invertidos, que se convirtieron automáticamente en los más terroríficos. Teníamos que hacer el murciélago, el pino y el clavo, consistiendo los tres en ponerse cabeza abajo. La profesora iba con calma, no tenían que salirte en el primer intento, pero al final, si no conseguías darte la vuelta, ella te agarraba por las piernas y te ponía en la posición. Me hizo eso con el murciélago, que es el pino en las espalderas, pero como estás enganchado a ellas, me salió bien. El problema llegó después. Yo soy incapaz de hacer flexiones ni nada que tenga que ver con levantar mi propio peso con los brazos, algo no tan extraño en las mujeres, y el día que me levantó las piernas para hacer el pino, se me dobló el brazo derecho cayendo de lado al suelo. Me hice tanto daño en el cuello que me estuvo doliendo una semana. Quizás fue por eso que en tercero, cuando otra profesora me mandó hacer la voltereta, rompí a llorar sin poder evitarlo, diciendo que me hice daño una vez y que tenía miedo. Esta profesora se sorprendía de lo aterrorizada que parecía yo todos los días, pero el profesor que tuve en bachillerato no. Este lo disfrutaba. Era un hombre que se creía por encima de todo el mundo sólo por ostentar el cargo de profesor, y además en la asignatura deportiva. Con él hicimos desde malabares con materiales que teníamos que fabricar nosotros hasta bailes y baloncesto. Y si alguien ponía alguna objeción, él lo castigaba en exceso. Como muchos profesores, diréis. Sí, pero este ridiculizaba al alumno por su derrota y se jactaba frente a nosotros. En una palabra: era un abusón. No tardó en darse cuenta de mi inutilidad, y llegó a hablar con mi padre sobre ello. Dijo que o jugaba mejor al baloncesto o me suspendía, pero que sólo lo hacía para que yo espabilase. Entonces empecé a correr por la pista aunque nadie me pasase el balón, y a chapar para los exámenes escritos como nunca. También me hacía perder los recreos previos a las evaluaciones yendo a verle, esperando a que me atendiese, y oyendo minutos antes de que tocase el timbre cómo me decía que me aprobaba de favor. El último día de clase pronunció estas palabras frente a nosotros: "como ya no volveréis a dar Educación Física en vuestra vida, entiendo que salís de aquí preparados, así que hoy me lo demostraréis dando la clase uno de vosotros". Y entonces me miró a mí con su sonrisa prepotente. Hice el calentamiento tal como lo recordaba procurando hablar lo menos posible mientras todos me imitaban, y esperando a que él siguiese con la clase.

Segundo de BACH. Este curso no lo acabé en el mismo instituto, y tardé años en sacarlo debido a una depresión. No recuerdo el mes exacto en el que me rendí, pero creo que fue en febrero o en marzo. La selectividad estaba presente en nuestras cabezas todos los días. Los deberes y los exámenes imitaban ese modelo. Fuimos de excursión a una exposición de universidades, y mientras los profesores nos recordaban que teníamos que elegir una carrera, la profesora de Lengua nos repetía sabiamente que primero había que sacar el curso. Pero yo no podía. Por las tardes era incapaz de concentrarme en nada, y daba vueltas en mi habitación intentando chapar en vano y haciendo anotaciones sin sentido. Un día la profesora de Inglés me riñó por no haber hecho los deberes, y entonces me puse a hacerlos en la clase siguiente, la de Lengua, porque sabía que en casa no me iba a concentrar. La profesora me pilló y se disponía a reñirme cuando yo rompí a llorar. Ella se dio cuenta entonces de que no estaba bien y me dijo que podía hablar con mi madre si quería. Yo le dije que no hacía falta, le conté lo ocurrido a esta y me dijo lo que me llevaba diciendo todo el curso, que podía dejarlo si quería. Seguí yendo a clase pero algunas mañanas no era capaz de levantarme, así que me autolesionaba por haberme quedado en casa. Ese verano empecé a tomar antidepresivos que me causaron más ansiedad y me provocaron insomnio, y fui a ver a una psicóloga que me trató como me han tratado siempre las personas: con despotismo. Así que un día intenté suicidarme. No sabéis lo duro que es decirle a alguien: "me voy a morir si no me ayudas", y que ese alguien te mire con la más profunda indiferencia, o incluso con burla. Y por desgracia eso no es algo que me haya ocurrido sólo con la psicóloga. No es algo que deba ocurrirle a nadie. Después empecé a probar otras actividades pero sin dejar de estudiar bachillerato hasta que por fin lo saqué.

Comentarios

  1. Tristemente, muchas personas también han pasado por experiencias así, y deberían dejar de ocurrir (aunque no creo que vaya a pasar, porque es como si en una parte de la naturaleza de los humanos nos gustase ser crueles). Está muy bien de tu parte que expongas lo que te sucedió, por si eso te sirve como desahogo propio, o puede ayudar a alguien a sentirse identificado y menos solo. Es un gesto valiente.

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    1. A diferencia de la entrada que escribí sobre el colegio, esta he dudado mucho más en hacerla, porque así como en la otra tengo muy claro que la profesora no se comportaba de un modo normal con sus alumnos, sobre todo porque éramos muy pequeños, en esta soy consciente de que muchas personas lo han pasado peor que yo, y eso puede provocar una reacción diametralmente opuesta a la comprensión que busco.

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  2. En mi caso, mirando desde la perspectiva del tiempo pasado y recordando toda mi vida de discente desde el primer día hasta el último, tengo claro que tuve que abandonar mi verdadera educación para ir a la escuela.

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    1. Por desgracia, no eres el único. Muchas cosas tienen que cambiar en el sistema educativo para que la gente no acabe en un sistema sanitario que es igual de patético. Pero está claro que la sociedad prefiere máquinas en vez de personas, y lo único que consigue son máquinas defectuosas.

      Muchas gracias por tu comentario. ¡Un saludo!

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